El camino mas corto by Manuel Leguineche

El camino mas corto by Manuel Leguineche

autor:Manuel Leguineche [Leguineche, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 1978-01-01T05:00:00+00:00


El hotel Dean’s estaba tal y como lo había dejado veinte años atrás. Para tomar una cerveza hube de firmar varios formularios absurdos sobre religión, estado de ánimo, grado de alcoholemia, etcétera. Al cabo de dos horas el camarero apareció con la cerveza caliente, y bien decía Shakespeare que la cerveza es como el pis de caballo. Peshawar, la retaguardia de los guerrilleros de Alá, era un hervidero de combatientes mal avenidos. El afgano es un pueblo individualista, fiero y desmesurado, enemigo tenaz, romántico y medieval, supersticioso, estoico y orgulloso, generoso y cruel con su turbante verde, cartuchera cruzada sobre el pecho y fusil manufacturado. En la ciudad fronteriza los jueves por la noche, que es cuando se celebran las bodas, los invitados disparan al aire con sus AK 47. La pólvora se ha creado para quemarla. Por eso en Afganistán nunca deja de oler a pólvora.

En su despacho el profesor Majrooj, que más tarde sería asesinado en una más de las interminables batallas intestinas entre los diversos movimientos de la resistencia, me mostró la fotografía de un niño sin brazos. «Me llamo Habib —decía al pie de la imagen—, soy el alma de Afganistán, valiente, libre. Una mañana un helicóptero soviético voló sobre mi aldea lanzando hermosos juguetes, camiones de miniatura, plumas, encendedores, hojas verdes de plástico y una mariposa. Me gustan las mariposas. Me di cuenta demasiado tarde de que no era un juguete. Era una bomba que explotó en mis manos».

Por las embarradas calles de Peshawar circulaban coches lujosos con los jefes de los mujahidin al volante. La guerra los había enriquecido. Con la primavera las nieves empezaban a fundirse en el Hindu Kutch. Parecía una estampa de la serie de televisión Pabellones lejanos que tiene a Peshawar, la de las guarniciones inquietas, como punto de partida. Bullían los espías de la CIA o el KHAN, el servicio afín al KGB, los refugiados, los diplomáticos, los soldados y policías del Pakistán. Los taxistas esperaban a la puerta de los hoteles, el Kyber Intercontinental, donde de acuerdo con la moral imperante censuraban los besos de tornillo en el vídeo comunitario, junto al Greens, donde bailaron los apuestos oficiales de Kipling y Forster. Desde estos lugares se dirigía la guerra contra los ocupantes soviéticos, jihad, la guerra de liberación.

El comandante Abdul Haq dejó su fusil AK 47 sobre la mesa y ordenó un servicio de té a su ayudante. El comandante, fornido, de barba negra y espesa, jefe de la guarnición de Kabul, legendario entre la resistencia a pesar de su juventud, me hablaba con un amable resentimiento tres años antes de que los soviéticos tomaran el camino de la retirada hacia el Amu-Darya. «Afganistán —decía— es una guerra olvidada porque ustedes nos han olvidado. En cambio nunca olvidaron Vietnam». Luego añadía: «Todos los afganos llevamos un guerrillero en el corazón. Mi experiencia con la guerra empezó cuando apenas contaba diez años. Creo en el Islam —añadió—, pero soy perezoso para la práctica de la religión. Yo lucho sobre todo por la libertad, por la liberación de mi patria, por la dignidad y el orgullo de Afganistán.



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